Victor Herrero

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No conozco mucho a Víctor Herrero. Supe de él por casualidad. Echando un vistazo al catálogo de Bo’Weavil, sello británico especializado en folk, me crucé con una referencia. Era Anacoreta (Bo’Weavil, 2009). ¿Un español en la corte del Rey Arturo? Lo encargué intrigado. Diez piezas instrumentales a la guitarra española. Portada de Josephine Foster, cantante, compositora y esposa nacida en Colorado (EE.UU.). Un disco dedicado a Pepita (adivinen quién es) y a la tierra de Andalucía. O sea, un toledano en la corte de los Omeyas… La cosa seguía sin cuadrar. Después averiguo que recibió estudios de canto gregoriano en la Escolanía de la Abadía benedictina de la Santa Cruz del Valle de Los Caídos bajo la dirección espiritual del Padre Laurentino Sáenz de Buruaga, quien le había seleccionado a los diez años en el colegio. Con esos nombres tan largos, de pronto todo encajaba. Pero no fue por eso. Sólo un espíritu de itinerario vital tan libre como el suyo podría haber sentido de así el poder de la música. Una fuerza pura, arada en la tierra, anclada en el mar y surcada en el cielo. A falta de un elemento. El fuego que surge de las manos de este guitarrista excepcional. Un fuego misterioso, traslúcido, primitivo, cuyo crepitar invita a la atenta escucha.


No han sido tantos años pero la obra de Herrero ha crecido en muchos sentidos. Anda Jaleo (Fire Records, 2010) y Perlas (Fire Records, 2012), con Josephine Foster & The Víctor Herrero Band, es decir, junto a los imprescindibles José Luís Herrero (bajo y guitarras) y José Luís Rico (percusión), discos en los que revisan el cancionero popular español; Tiempo para la Cosecha (Foehn Records, 2012), con Viva, junto a Israel Marco (Cuchillo) y otros amigos; o proyectos de latir sosegado como Mendrugo. Sus colaboraciones más eléctricas en los álbumes de Josephine Foster; This Coming Gladness (Bo’weavil 2008) y Blood Rushing (Fire Records, 2012), éste último escogido como uno de los mejores discos del año 2012 por la prestigiosa revista musical Wire Magazine. En todos ellos se aprecia el trabajo de sus manos, el especial sonido de sus guitarras, ya sean españolas, eléctricas o portuguesas. Un sonido cimbreante y rotundo que en vivo prende con la misma pujanza que en los discos. Antológica fue su actuación en la Fundación Casa del Burro de Rute, provincia de Córdoba, el 12 de noviembre de 2011. Su afectuoso presidente, Sir Pascual Rovira, lo definió a la perfección: “Una experiencia imburrable”. Reyes, intelectuales, fiscales generales, altos ejecutivos, ruchos, velludos y orejudos presenciaron con bucólico embeleso lo sucedido en aquel resonante escenario.


¿Sería mucho decir que Víctor Herrero me recuerda a los más grandes? La evidencia me obliga a afirmar que algo así sería decir poco. O no decirlo todo. En Caballo te hace pensar en Bert Jansch y Nick Drake; en Avellaneda sientes el sabio aliento de Leonard Cohen caminando entre álamos y cipreses; en Constantina te asalta entre acordes y trasteos el recuerdo del gran Andrés Segovia; y en Columbina sobrevuela alado el mismísimo Amancio Prada. Pero Víctor tiene su propia voz. Esa que encandiló al Padre Laurentino. Esa que al fin, después de tantos coros y escolanías, nos ofrece con valentía. Otro Víctor destacable, de apellido Jara, dijo en su Manifiesto: “canto que ha sido valiente siempre será canción nueva”. Herrero, sí, ha crecido. Sus canciones son nuevas por valientes, por inteligentes, por preciosas y por inéditas en su íntima variedad de ritmos, melodías y recursos. Y por su poesía, esa que brota cristalina desde las enigmáticas simas del corazón. En realidad, no se me ocurre un paralelismo nacional que sirva para guiarles verdaderamente en su decisión. La de sentirse más plenos y felices tras la escucha de Estampida (Foehn Records, 2013). Un trabajo que apuesta con paradójico, sereno ímpetu por las estampas radiantes, el frescor de la aurora, la excelencia del alma, la alegría de vivir. Parafraseando a San Juan de la Cruz: “Pastores, los que fuerdes allá, por las majadas al otero, si por ventura vierdes aquél que yo más quiero, decidle que adolezco, peno y muero”. No, hay que vivir todo lo que se pueda. Y si es con lúcida estampida, mucho mejor.
José Manuel Caturla